viernes, 23 de agosto de 2013
Criatura 1
Tras cinco horas de caminar y caminar, ya mis fuerzas flaqueaban. Paredes de helechos y árboles frondosos, palmeras, flores, árboles frutales, me franqueaban el paso lateral y me mantenían en la dirección constante de la senda abierta, con pequeñas hierbas pisoteadas por los que, antes de mi y con, quizá, mi misma dirección, habían pasado por allí. Pensé que podía estar anocheciendo, pero la intensa vegetación me impedía comprobarlo, sólo lo intuía por la variación de la luz a medida que avanzaba.
En determinado momento trastabillé y caí de bruces. Pensé que me había tropezado con una piedra, pero al observar con detenimiento, pude ver una bota, igual a las que yo misma estaba usando en mi solitaria caminata. La bota sobresalía del suelo, junto a varias raíces delgadas y superficiales que formaban un delicado entramado difícilmente distinguible de la oscura tierra de la senda. Mi mirada vagó instintivamente, tanto como la oscuridad vegetal lo permitía, desde la punta de goma del calzado hasta el lugar donde debería comenzar una pierna. Si ésta existía aún calzada a la bota, debía entonces estar bajo tierra. No había otra bota a la vista. Continué la trayectoria visual por donde debía encontrarse una rodilla, un muslo, una cadera, y me conseguí con el tronco del árbol surgiendo vigoroso de la oscura tierra, moteado de pequeños hongos blancuzcos y hierbajos simbióticos antes, antes de proyectarse con inmensidad hacia el oscuro techo vegetal del bosque, quién sabe hasta dónde más.
Me dispuse a partir y emprender nuevamente el rumbo, cuando un leve gruñido hizo que me detuviera en seco. Instintivamente observé el árbol de cuyas raíces sobresalía la bota. Cesó el ruido. Al voltear la cara hacia el frente para encarar el sendero, pude ver con el rabillo del ojo un leve resplandor en el tronco, como los ojos furtivos de algún animal. Permanecí quieta por un breve momento, presa de un miedo instintivo y una curiosidad de igual naturaleza. Mientras mi vista se encontraba fija en el punto de brillo del tronco, se repitió el gruñido leve. Di un brinco hacia atrás y me agazapé en actitud defensiva. Y esperé.
Mientras mis ojos se acostumbraban a la geografía del tronco del árbol en el que, presa del miedo, fijaba la vista, fui distinguiendo tenues líneas que no pertenecían a este, en cambio, parecía alguna criatura dentro del tronco, que me observaba con lánguida mirada. Me acerqué a pasos cortos hasta que mi mirada estuvo a nivel con el brillo en el tronco. Parecía un animal grande, como un oso o algún primate. Ambos ojos me observaban con dejadez, su color era vivo pero su expresión tonta. Con cuidado fui apartando tierra y hongos del rostro que me observaba tan despreocupadamente, sacudí polvo e insectos de una nariz y un par de mejillas que no podían ser sino humanas. Mojé un paño con algo de agua de mi termo y terminé de limpiar el rostro.
Se trataba de una mujer, con abundante cabello sucio de tierra y pegajoso de savia. Su mirada lánguida se mantuvo fija en mis movimientos mientras conseguí desenterrar una de sus manos y parte de su cuello y torso. El resto parecía estar firmemente envuelto por el tronco y las raíces del árbol. La miré a los ojos y, con cautela, le hablé, mientras buscaba señales de entendimiento en su mirada.
“¿Puedes entender lo que te digo?” pregunté. Por su mirada supe que sí, sin embargo no respondió. “¿Tienes algún miembro roto?” pregunté, y la mujer sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. Consideré la posición de ella y la fuerza mía, calculé que, con mucho cuidado, podía separarla del árbol y desenterrar la parte de su cuerpo que se hallaba bajo tierra, sin que sufriera daño alguno. Sin duda alguna debía estar muy débil, dependiendo del tiempo que llevara ahí, dentro del tronco, sin poder alimentarse más que de algún ser rastrero que se le acercase a la boca o algún hongo cerca de ella. Me pareció un milagro que permaneciera viva, y me consideré ¿bendecida? Por el destino, ya que sin duda había llegado hasta este punto del sendero, y me había tropezado con la punta sobresaliente de su bota con el propósito, favorecido por la probabilística universal, de salvarla.
“Voy a sacarte” dije, “cuando estés libre voy a ponerte sobre una manta y te arrastraré conmigo el resto del camino. ¿Quieres un poco de agua?”.
Su mirada cambió ligeramente, aunque no podría decir si para bien o para mal. Fue sólo una leve variación de intensidad. Luego emitió un gruñido y sacudió levemente la cabeza en señal negativa. Mis ojos se desviaron a los pequeños insectos que reptaban entre su enmarañado cabello, luego a las uñas de su mano libre, sucias y largas como garras. Caí en cuenta de que debía llevar ahí muchísimo tiempo.
Comencé a cavar la tierra con las manos, en el lugar donde debía encontrarse una de sus piernas, a juzgar por el ángulo de la bota. La tierra era húmeda y suave, y respondía con facilidad a mi intento. Pronto apareció una rodilla, cubierta de pequeñas raíces marrones parecidas a vasos sanguíneos. Continué la línea de la pierna hacia la bota, pero me detuve al escuchar un nuevo gruñido proveniente de los labios cerrados de la mujer.
Me pareció que intentaba articular algo con su cara, su expresión facial se fue modificando, movía de lado a lado la mandíbula y apretaba fuertemente los ojos para luego abrirlos de nuevo. Me detuve, juzgando prudente hacer todo con lentitud para no hacerle daño. Al cabo de un rato de muecas simiescas, me miró de nuevo, sus ojos un poco más vivos que antes. Con visible dificultad, abrió la boca y dijo “hola”.
Quedé sorprendida ante esta primera palabra salida de la boca de una mujer atrapada en un árbol desde hace quién sabe cuánto, así que me mantuve en silencio, sentada con las piernas cruzadas frente a ella, esperando que continuara. Sin embargo no lo hizo.
“¿Hace cuánto estás aquí?” pregunté. No respondió, pero me pareció ver un atisbo de sonrisa en sus labios. “Debes llevar ahí dentro mucho tiempo” continué, como hablando para mí misma. Finalmente decidí preguntarle lo único que realmente me interesaba saber antes que otra cosa sobre ella, “¿qué fue lo que te pasó?”.
Hizo un visible esfuerzo por encontrar palabras olvidadas hacía mucho, y finalmente dijo “me caí”.
“¿Te caíste?” pregunté tontamente, “¿perdiste el conocimiento después?”. Ella asintió con leves movimientos. “¿Y no habías despertado hasta ahora?”. Contestó que sí, frunciendo el seño y juntando las cejas, como si mi pregunta le resultase extraña. “¿Estabas herida?”. Cerró los ojos e hizo un lento gesto negativo. “Entonces, ¿qué te pasó? ¿Por qué no continuaste?”.
La mujer miró hacia abajo y a la derecha, hacia su mano libre de uñas salvajes, y se encogió de hombros. Abrió la boca para hablar, y se mantuvo así por unos segundos, como recordando las palabras clave para expresar exactamente lo que quería decir. “Cuando desperté” dijo con voz ronca, “no supe qué hacer”.
“¿Y por eso te quedaste ahí?” dije, con un tono de sorpresa y disgusto que no supe disimular. Ella asintió de nuevo, con sus ojos lánguidos fijos en algún punto en la tierra. Me puse a gatas para encararla de frente, la oscuridad comenzaba a hacerse pesada y me constaba enfocar la vista. “¿Qué quieres que haga?” pregunté, “¿Quieres venir conmigo o quedarte aquí?”.
Hubo un largo silencio entre las dos, en el que se escucharon los estridentes sonidos de alerta de aves nocturnas. La noche se cerraba sobre nosotras, y el muro vegetal a nuestro alrededor parecía apretarse en torno nuestro con leves y constantes movimientos. Sentí que estar detenida era un riesgo enorme, comencé a impacientarme por continuar mi camino, sin embargo ella no parecía notarlo. Continuó unos minutos más en silencio con la mirada baja. Finalmente, cuando ya miraba tensa hacia los lados temiendo que algún animal salvaje viniera a atacarnos, o a atacarme, ella respondió. “No sé”.
No supe qué hacer por un momento. Quedé paralizada, a gatas de cara a la mujer. Miré hacia los lados, sintiendo que mi presencia, mi olor, los ruidos que producía, ponían en evidencia mi presencia para cualquier animal que estuviera buscando presa. Ella parecía haber sobrevivido muy bien, continuaba incólume ante peligros que yo no podía siquiera imaginarme. Mi cerebro tomó la decisión sin que yo me lo propusiera, dividida como estaba entre dejarla ahí y llevarla conmigo.
“Me voy” dije levantándome. Y continué en tono vacilante, “¿Estás segura que no quieres venir conmigo?”
Ella se sumió de nuevo en el silencio, su rostro se desdibujaba en la oscuridad, ya no podía ver mucho más que el brillo de sus ojos. Decidí dejarla. Recogí mis cosas y emprendí el camino hacia adelante, pensando que si algún día tenía la oportunidad, volvería a ver qué había pasado con ella, o a llevarla conmigo en caso de que hubiese tomado alguna decisión. Sin embargo, no podía acallar un persistente sentimiento de culpa que surgía de algún sitio oscuro de mi cabeza, acrecentado por el miedo que me causaba el sonido de mis propios pasos sobre la tierra húmeda. Cerca estaba la segunda etapa del sendero, en la cual un río poco profundo corría sobre un lecho de grises piedras. Al adentrarme en él pude escuchar, como un sonido animal más dentro de la vegetación, la voz leve y ronca de la mujer que decía “no lo sé”.
Me prohibí detenerme, y me adentré en el río.
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